¿Por qué nos sentimos atraídos por las cosas brillantes?, ¿Por
qué los puestos de los mercadillos ejercen una influencia inexplicable en
nosotros y no tenemos más remedio que acercarnos a mirarlos?, ¿Por qué no
podemos resistirnos a esa magia especial de los objetos únicos que sabemos que
no tiene nadie más?
Esa deliciosa enfermedad, ese síndrome, es el síndrome de
Cukiógenes. Está en nuestra naturaleza el apreciar las cosas bellas,
independientemente de su utilidad. ¿Para qué se inventaron si no los adornos,
objetos sin más utilidad que hacer la vida un poco más bonita?
Y sin embargo, son esas pequeñas cosas las que componen
nuestra memoria vital. La muñeca de trapo que tenía un vestido del mismo color
que las cortinas del cuarto, el adorno de navidad tan precioso que era lo
primero que colgábamos y tomábamos como referencia para disponer el resto, o
esa caja de tesoros de madera brillante que nos hace saltar las lágrimas
después de años sin verla.
Los Cukiógenes no podemos ni queremos curarnos. Por eso,
intentamos transformar objetos sencillos en tesoros tan especiales, que algún
día sean amados tanto por alguien como lo fueron por nosotros.